Monstruo, El.

Monstruo, El

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Antonio de Hoyos y Vinent -nuestro divino marqués- nació en Madrid en 1885. Diplomado en «bajos fondos», es uno de los máximos exponentes del decadentismo en lengua española; escribió decenas de novelas de gran éxito entre el público de su época -destacan El monstruo y La vejez de Heliogábalo- además de novelas cortas, cuentos, obras de teatro y ensayos; colaboró en publicaciones periódicas como Gran Mundo Sport, El Día, ABC, El Sindicalista o La Esfera.

Casi al final de su vida, y para más jolgorio de su clase social (a la que con tanta gracia desdeñó) se adhirió a la FAI. Murió, abandonado, casi ciego y en un estado físico deplorable en una prisión de Madrid en 1940.

Mil etiquetas le han sido pegadas (dandy, esteta, homosexual, sportman, antihéroe, príncipe de la decadencia, etc.) y aun siendo parciales y tendenciosas en algunos casos, nunca lo sitúan dentro de la normalidad ramplona.

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Exponente inequívoco de la literatura decadente española, esta novela, publicada por primera vez en 1915, nos propone un viaje al Jardín del Pecado de principios del siglo xx -la noche, los narcóticos, los tugurios, las malas compañías, etc.- de la mano de Helena Fiorenzio y su camarilla. El texto, pródigo en detalles y descripciones (como no podría ser de otra manera), nos ofrece un paisaje de la fauna
nocturna de la época y nos acerca al «Mal» en Oriente y Occidente: de los casinos de Biarritz, pasando por la plaza de toros de San Sebastián, recorre los puertos mediterráneos (europeos y africanos) y los antros que albergan sus calles hasta llegar a lúgubres y exóticos parajes orientales.

Sin duda, esta edición de El monstruo es una buena puerta de entrada a la vida y la obra narrativa de Antonio de Hoyos y Vinent, y por extensión a la novela decadentista.

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[...] En la atmósfera, un poco pasada de moda ya, muy Lorrain, de sexagenarias ninfómanas que, atrozmente pintadas, estucadas, enjalbegadas, adornadas y emperifolladas con demasiadas joyas, demasiadas plumas y demasiados encajes, se revolcaban por los divanes en compañía de pálidos adolescentes, o realmente enfermos
de literatura, o simplemente viciosos a lo Marcel de Willy, Helena se aburría. Aquello, que pudiésemos llamar diletantismo del vicio, era para ella, que conocía los abismos de la degradación humana, cuando los hombres, crueles como dioses, aúllan como lobos, cosa banal y de juego, casi caricaturesca, con todo lo que tienen de doloroso y de grotesco tales caricaturas. A ellas, sin embargo, habíase
acostumbrado, pues mirada por las viejas viciosas y los adolescentes pervertidos como una suma sacerdotisa del Pecado -así, con mayúscula y todo-, estaba harta de que la invitasen a estudios disfrazados de templos y garçonières convertidas en fumaderos de opio, donde se celebraban misas negras, que eran grotescas parodias, y orgías romanas con aventureros de baja estofa y mujerzuelas callejeras, que se mataban a fuerza de cocaína y éter. [...]